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Música: Tartini

 

 

 Me visitaron
 

 

 

 

¿Y quién liberará a los que no saben quienes son de la cadena perpetua de sus cuerpos?

Para todos aquellos que no se reconocen en su propio cuerpo.

 

Y para ti: mi querido amigo; el que tratas de ocultarme lo que yo ya sé.

 

 

    37/ 2003  

 

TE ESCRIBO SOBRE ROSA

 

Querido Juan:

Te escribo sobre Rosa.

Se ha ido.

No acabo de entender bien qué ha pasado, ni porqué ha tenido que pasar. Pero Rosa, mi Rosa, nuestra dulce Rosa, ha salido de mi vida con la misma urgencia con la que llegó a ella.

Intento consolarme pensando que ella no sufre; que su huida la lleva por caminos menos dolorosos que los que ha vivido a mi lado. Pero no consigo librarme de esta sensación de desgarro que me consume.

En las horas más negras he levantado el teléfono varias veces para hablar contigo. Pero mi voz se niega a acompañarme, y me resisto a que me oigas llorar como a una maricona. Ya ves, mi viejo amigo, hasta donde llega mi dolor, que soy yo quien usa las expresiones más odiosas.

Quizá no seas tú la persona más indicada para que cargue sobre ti esta tristeza esencial que me aplasta; esta desazón que me consume desde que Rosa desapareció de nuestra casa. Pero fuiste nuestro mejor amigo. Y la quisiste tanto...

¡Oh, Juan!, ya sé que, cuando Rosa decidió elegir entre tú y yo, convinimos en no hablar de ello. Era la única forma de no perdernos del todo entre nosotros. Pero, dime: ¿a quién puedo contarle esta sublime tristeza de perder lo que más se ama? ¿Quién como tú podrá entender mi mundo desvanecido en el silencio de nuestra casa vacía? ¿A quién, si no es a ti, podría contarle que me desespero hora a hora, minuto a minuto, recorriendo nuestros pequeños espacios tan llenos aún de su esencia, y tan vacíos de repente?

¡Rosa! ¡Nuestra dulce Rosa!

Lo comprendo; te aseguro que comprendo que es pedirte demasiado el que te duelas conmigo. Quizá –pienso con desesperación- hasta te alegres y te sientas vengado en tu antiguo dolor, tan guardado y tan discreto durante estos últimos años, viendo que, finalmente, también yo sufro en mis carnes el dolor del desgajarse de un corazón rendido y enamorado.

Pero el amor y el desamor necesitan salir a la luz como agua reprimida.

Aún recuerdo con qué emoción me hablabas entonces de nuestra querida Rosa. Te habías enamorado, Juan. Te habías enamorado de la muchacha más dulce de nuestra pandilla. La mirabas; tonteabas; te reías... cuando, por Junio, íbamos a la Ermita del Roble a hacer la novena; recuerdo que recogías espigas y amapolas del borde de la carretera vieja, y se las entregabas a nuestra Rosa hechas un ramilletillo de amor amarillo y sangrante. Y yo, Juan, te escuchaba con el corazón encogido, mientras espiaba, alerta, por si a Rosa le tremolaba la mirada al verte, o era yo quien le hacía brotar aquel rubor urgente de su piel dorada.

Nunca sospechaste que la caricia de mis manos en el pelo de Rosa fuera algo más que un tiento fortuito. Nunca quisiste creer que Rosa, nuestra dulce Rosa, me miraba a mí con ojos de mujer enamorada. Éramos demasiado jóvenes, y nos conocíamos de toda la vida como para que tú, querido Juan, sospecharas de nuestro oscuro y triste secreto. Además, -¿o no es verdad?- eras demasiado bueno para abrigar sospechas sobre algo que nunca se había visto entre nosotros, y era mirado con la medida de la perversión inaceptable; como si a nosotros no pudiera alcanzarnos.

Ahora lo sé con toda seguridad. Entre tú y yo hicimos sufrir a nuestra dulce Rosa demasiado. Quizá sea eso lo que me autoriza a escribirte de mi propio dolor.

¿Recuerdas?

Nos sorprendiste besándonos apasionadamente en el cobertizo del cañaveral.

A Rosa le cambió el color.

Reconócelo: ni tú ni yo le habíamos visto nunca aquella palidez trasparente en el rostro.

Ni yo había visto en toda mi vida un dolor tan sobrecogido como el que saltó desde tus ojos a nuestras conciencias.

Creo, Juan, que si no fueras tan bueno, aquel día nos hubieras escupido todo el asco que se quedó colgando de tu boca cerrada.

Tú y yo nos quedamos allí parados, sin acabar de decidirnos a hacer o decir algo. Nuestra Rosa se fue como hace siempre que no sabe qué hacer.

Ahora que lo pienso, quizá mi Rosa se haya ido de casa porque no sabe qué hacer con tanto amor con el que la rodeo. Quizá vuelva ‑me digo mientras voy arrastrando por las estancias vacías toda la desesperación que me domina.

Pero, perdona Juan. Te estoy hablando de mis locas esperanzas y de mis congojas sin límite, sin tenerte en consideración. Seguramente tú, al saber que nuestra Rosa me ha abandonado, hayas empezado a acariciar la idea de que vuelva a ti. Quizá, mientras me leas, estés acariciando la idea de que ella deje de ser “nuestra” Rosa para convertirse en “tu” Rosa.

No sé, Juan.

No puedo asegurarte que yo tenga tanta generosidad como tú para admitir que vuelva a ser “nuestra” si ella vuelve a ti para acariciar tus noches, mientras las mías se hielan con su ausencia.

En el fondo empiezo a arrepentirme de haber comenzado esta carta. Porque es algo así como decirte: “Ahí la tienes. Al final has sido tú el vencedor”.

Y eso, Juan, no quiero; ¡no quiero decírtelo!

¿Recuerdas?

Aquella tarde algo se rompió en nuestra Pandilla. A mí me acometió el pánico de que acabaras contándoselo a todos. Y Rosa huyó, seguramente aturdida por su propia naturaleza. Porque, te lo aseguro, Juan: aquel fue nuestro primer beso. Y Rosa, mi Rosa, me correspondió con una sabiduría nunca aprendida que le nacía de su mismo ser como una raíz oculta y poderosa.

Esta forma de ser es así, Juan.

Tú has intentado comprenderlo sin conseguirlo. Pero es así. Primero te espantas y te espías. Luego te asombras. Finalmente te aterras, hasta que acabas lanzándote a vivir tu propio instinto saltándote las vallas más espesas. Y cada vez que vives tu vida te sientes miserable sin saber por qué. Sin tener por qué.

Yo se que Rosa estaba aquella tarde en la fase del estupor de sí misma. Y tu presencia inesperada le hizo traspasar muchas etapas en un solo segundo.

Por eso se fue, sin duda, dejándonos a ti y a mí encarados como dos fieras que se disputan la mejor presa.

¡Si supieras cómo te odié!

La desesperación me llenó el cuerpo, y me dispuse a partirme la cara contigo aunque saliera de aquello para el arrastre. Pero tú te limitaste a darme la espalda.

¿Por qué, Juan? ¿Por qué no pudiste mirarme de frente? ¿Tanto asco te daba?

¡Oh, perdona, Juan! Desde este dolor que me consume me olvido que en tus ojos, aquella tarde, no había asco; ni un solo rastro de reproche. Había el mismo dolor que ahora veo en el espejo de mi tocador cuando me atrevo a mirarme. Pero con menos arrugas en su entorno.

Me vienen a la memoria los versos de Juan Ramón Jiménez que nuestra Rosa nos dejó unos días después escritos por duplicado en dos servilletas del Bar:

 

Mis pies:

¡qué hondos en la Tierra!

Mis alas:

¡qué altas en el cielo!

Y ¡qué dolor de corazón distendido!

Ambos entendimos su mensaje. Ambos la amábamos demasiado para dejar que su corazón acabara desgarrado en aquel distenderse entre lo bueno y lo malo; entre la amistad y el amor; entre lo lógico y lo prohibido.

Ambos entendimos, mi buen Juan, que eligiera lo que eligiera, ella seguiría siendo nuestra Rosa.

Nunca consentiríamos en que su corazón se partiera en dos.

Por eso te hemos querido tanto, Juan. Porque, cuando ella decidió que era yo su verdadero amor, su deseada compañera de noches de entrega sin fronteras y de días compartidos sin simulaciones, tú fuiste el tercero en nuestra casa.

¡Ay, Juan!, y cómo nos reíamos los tres cuando nos decías que, antes de enamorarte de Rosa, te habías enamorado de mí perdidamente porque era la más valiente y la más decidida de las chicas de la Pandilla. Y que te desenamoraste el día en que tiré al río uno de tus ramilletillos de espigas diciéndote que eso eran cosas de niñatas blandengues.

A ti siempre te gustaron las muchachas tiernas y delicadas. Como nuestra Rosa.

Y a mí me gustó “mi” Rosa desde que empecé a saber que nunca me gustaría ningún Juan.

En el fondo, cuando leas esta carta, vas a sentirte vengado de todo el dolor que ella y yo misma te causamos. Y si ese dolor fue como este que me destruye a mí ahora,...yo no sé, Juan, cómo pudiste pasar estos años en el entorno de nuestro amor, alardeado de nuestra definitiva entrega en cada uno de nuestros gestos, sin fundirme con tu mirada.

Porque yo, Juan, con la sola sospecha de que nuestra Rosa haya encontrado el camino natural de las cosas, o lo que la gente llama “el camino natural”, me vuelvo loca de dolor.

Quizá Rosa nunca fue lo que yo soy. Quizá lo suyo fue una pasión pasajera enajenada por su sentido entregado de la amistad.

Recuerdo ahora con verdadero desconcierto que me decía muchas veces: “Clarisa: más que mi amante del alma, eres mi mejor amiga”.

Yo le tapaba la boca y le decía que no quería ser su amiga. Que quería ser su novia, su amante, su amor para toda la vida. Para siempre.

Pero el “para siempre” no existe ni siquiera en los amores normales. ¿Verdad, Juan? Con más razón, es imposible que exista en estos amores malditos.

Solo tú, Juan, puedes entenderme. Sólo contigo puedo desahogar este dolor insoportable de que se haya ido.

Por eso te escribo.

Por eso, y porque, si como sospecho, “nuestra” Rosa ya no sintiera el dolor del “corazón distendido” de aquel poema,...si “nuestra” Rosa ha decidido hundir sus pies en la tierra quemando nuestras alas..., si “nuestra Rosa” ahora es “tu Rosa”, te lo suplico: no me apartes de vosotros. Déjame que, pasado un tiempo, pueda compartir vuestras tardes en la tibieza de vuestra amistad aunque luego mis noches, se pierdan en odios furibundos hacia el frío de mi cama vacía.

Gaviola en Marineda. 31/10/2003