I
       
       
       
       
        
       
         LA
       NACENCIA
       
       
       
       
                   
       Me llamo Gaviola por una de esas cosas que tiene el destino, como
       veréis.
       
       
                  
       Nací cuando ya el
       verano había colgado cientos de golondrinas de los alambres de la luz,
       en la fachada de la casa en la que vine al mundo, así que, lo primero
       que oí, fue un piar de tonadilla cantarina colándose por entre los
       intersticios del cortinón de pleita que le atollaba la entrada al sol de
       la siesta de aquel Junio rabioso de Almatmar[1].
       
       
       
                  
       No estaba mi recién
       parida madre para otra cosa que no fuera yo; ni yo estaba en otra cosa
       que no fuera recuperar la poca dignidad que me restaba en aquel trance de
       verme colgando cabeza abajo, sintiendo en mis nalgas el despiadado
       golpeteo de la manaza sudorosa de la Comadrona. 
                 
       Aún en semejante
       descompostura, no pude contenerme de hacer la primera pregunta de mi
       vida:
       
       
                  
                   
       -¿Qué es eso? –berreé con tanta contundencia que, al
       instante, cesó la azotaina de bienvenida.
       
       
       
                   
       -Son pájaros de verano –respondió una Voz chocarrera, carente
       de boca, con la que, como iréis sabiendo, me iba yo a cruzar demasiadas
       veces a lo largo de mi vida.
       
       
       
                   
       -¿Qué son pájaros de verano? –insistí con curiosidad
       malsana.
       
       
       
                   
       -Son viajeros impenitentes, que recorren el mundo desde el aire, y
       luego chismorrean de lo que ven y de lo que no ven.
       
       
       
                   
       -¡Pues yo quiero ser pájaro!  Me
       pienso yo –dije con toda insolencia- que voy a tener mucho que contar;
       y tampoco me disgustaría dar que hablar de lo que los demás no acaben
       de callarse.
       
       
       
                   
       No había acabado de exponer mi primer deseo vital cuando oí esta
       vez la voz de la Comadrona dirigiéndose a mi madre, en cuya cara se había
       borrado por unos instantes el gesto que siempre tuvo de MadreDolorosa:
       
       
       
                   
       -Ay, no me atosigue usted, Señorita, que me va a dar un torozón
       con estas calores... En cuantico le haya pasado una rodilla a la
       criaturica por sus hechuras, y le haya retirado los lardos y los gordos,
       se la entrego ‑respondió 
       la oronda Comadrona
       entre jadeos y resuellos.
       
       
       
                   
       -¡No irá usted a trapeármela con una “rodilla”! –gritó MadreAgitada-.
       ¡Las criaturas no son peroles, DoñaBasi
       !  Mire, mejor me deja la
       tarea para mí, que ya me voy reponiendo de la mala hora.
       
       
       
                   
       -¡Usted a tumbarse y criar leche! –gritó la DoñaBasi,
       al tiempo que estrujaba un trapajo sobre mis escaseces, convirtiendo la
       calorina de mi piel en un líquido paraíso inesperado.
       
       
       
                   
       -¿Qué es eso? –lloriqueé gustosa, añorando la ingravidez
       recién abandonada.
       
       
       
                   
       -¡Pues sí que sales preguntona tú! ¡Bendito sea Dios, la carga
       de curiosidad que me ha tocado amadrinar!
       
       
       
                   
       Está visto que me hicieron para mandar, porque, sin dar
       cuartelillo a las quejas de la Voz desencarnada, volví a urgirle:
       
       
       
                   
       -Venga, déjate de vituperios y pásame la información; que estas
       dos no parece que estén en condiciones.
       
       
       
                   
       A esas alturas la DoñaBasilisa
       –que tal era su nombre completo, por lo que comprendí- yacía
       desparramada sobre una butaquilla, de cuyos insignificantes linderos
       sobresalían sus abundancias en todas direcciones. Era una visión ver
       aquellas piernas despatarradas, aquellos ojos en blanco y aquellos
       brazos, remangados por encima de los molludos codos, moviéndose con
       parsimonia, agitando el mandil ensangrentado sobre las sudorosas fauces
       ansiosas de imposible aire fresco. 
       
       
       
                   
       Mi madre ejercía de Madre: brazo mullido, pecho abundante,
       sonrisa difuminada por toda la piel… Y silencio. 
       
       
       
                   
       (¿Por qué será que todas las Madres, desde que lo son, se
       convierten en un rumoroso silencio salvador?)
       
       
       
                   
       -Es agua –oí decir por encima de mis acechos, como si me
       sobrevolara una líquida promesa de futuro.
       
       
       
                   
       -¡Quiero ser agua! –me apresuré a responder recreándome en el
       recuerdo refrescante que acababa de gotear sobre mí hacía pocos
       minutos.
       
       
       
                   
       -¡Sabrás lo que quieres! –refunfuñó la Voz con enojo mal
       contenido- ¡Quiero ser pájaro…quiero ser agua…! ¡Quiero…quiero…!
       ¡La niña querenciosa y puñetera…!
       
       
       
                   
       -Y, ¿se puede saber quién eres tú que no tienes el valor ni de 
       hacerte presente? –grité verdaderamente enfadada, al tiempo que Madre-Madre
        susurraba un “ea…,
       ea…” que me supo a caramelo desconocido.
       
       
       
                   
       -¡Venga, “ABeChi”,
       dile a la criatura quién eres antes de que se nos prive –se oyó en la
       lejanía.
       
       
       
                   
       -¡Vale, Vale, MiReyna!
       -dijo la tal “ABeChi”, sin
       que su asentimiento fuera suficiente para obligarla a mostrarse ante mí
       en condiciones- Pero debieras saber –siguió gruñendo- que el ser
       nuestra Reina no te da privilegio para des-nombrarme disminuyendo mi
       “gracia”…
       
       
       
                   
       -¡Venga ya! ¡No te digo…! ¡Otra vez con sus ti-quis-mi-quis…!
       –La VozReina se fue alejando
       dominada por aquella suave canción que tantas veces oiría en boca de  Madre-Madre,
       aún en sus peores momentos de MadreDolorosa,
        y que aún recuerdo con
       nitidez:
       
       
       
        
       
       “…Duerme,
       mi tesoro, que ya estoy contigo,
       y ya no te faltan besos ni calor.
       Duerme en mi regazo, rayito de luna,
       duerme en esta cuna que te da mi amor.
       Tu madre te vela, estrellita mía,
       que eres mi alegría y eres mi dolor.
       Ea…, ea…”
       
       
       
                   
       -Mientras mis ojos se iban cerrando a la luz del primer Junio de
       mi vida, y mis oídos buscaban sonidos de agua en la saliva de MadreBeso,
       aún alcancé a escuchar las explicaciones de la Voz:
       
                   
       -Soy tu AugureraMadrina.
       Vaya: la que tengo que encargarme de que seas lo que debes, y me debas lo
       que quieres ser, aunque luego no quieras deber serlo.
       
                   
       Entre nosotros, mi  Augurera siempre ha tenido verdaderas
       dificultades para hacerse entender, como les iré explicando en otra
       ocasión.
       
                   
       Yo dormitaba ya al arrullo de MadreDolorosa-Temerosa
       de mi destino, así que no podría asegurar que lo que oía no fuera mi
       primer sueño fantasioso si no fuera por lo que os contaré otro día
       sobre mi primer encuentro con la dueña de la Voz.
       
                   
       -¿Quieres preguntar? –oía entre sueños- Pues pregunta, hija,
       pregunta… que el fisgoneo será tu mejor arma para lo que debes ser:
       ESCRITORA, según decisión del Gran Consejo del Reino-Augur.
       
        -…Tu
       madre te vela estrellita mía…¡Eaaa… Ea…!
       
                   
       -¿Quieres ser pájaro y agua? Pues, séa; tú lo has querido:
       desde hoy, entre las Auguras, te llamaremos GaviOla, para no
       contradecirte. Y allá tú con tu plumaje…
       
                   
       Como habréis comprendido, fueron las Auguras quienes, para mi
       tarea de vivir escribiendo, me bautizaron con ese nombre híbrido de
       gaviota lastimera, -pájaro de vuelo bajo-, 
       y agua en perpetua sedición:
                      Lágrima sonora y pañuelo húmedo.
       
                   
       Blanco de sal y azul disuelto en nadas.
       
                   
       Pluma leve y segura con que escribir, y pergamino líquido donde
       vaciar el calor que oculto en cada Junio que discurre por mi vida con
       migraciones de aves pasajeras, y presencias de nanas con estrellas que
       cantan “ea, …ea…”:
       
        GAVIOLA
       Gaviola
       en Marineda
        
       13.1.2006.
       Viernes