III
        
       
       
       ABECEDORA
       
       
                La primera vez que tengo verdadera conciencia de haber hablado 
       de lo mío con  ABECEDORA –aparte de nuestro encuentro cuando 
       lo de LA
       
       NACENCIA-, 
       
       fue allá por los años 50, cuando lo de los Juegos Florales de 
       la feria de Al-Matmar. 
       Tendría yo por entonces unos diez años, porque papá murió antes de que 
       cumpliera los 
       
       catorce, y recuerdo esa visita del Hada –si es que merece 
       tal nombre- como algo muy anterior a su muerte. 
       
       
                 Acabábamos de sentarnos a la mesa, y tanto mis hermanas como 
       yo esperábamos ansiosas el final del “parte”  
       para recuperar nuestro derecho de palabra.
       
       
                  Mi padre, como siempre que escuchaba el noticiario, parecía 
       totalmente ausente a todo lo que no fuera aquel voluminoso aparato de 
       radio, del que salían, junto con noticias que en nada me interesaban, un 
       conjunto de murmullos, pitidos y cruces de músicas y palabras que se 
       colaban hasta el fondo de mis oídos, y sobre las que la gente en el 
       pueblo andaba diciendo que las tales interferencias eran cosa de los 
        
       
       
       comunistas y de los 
       
       anarquistas para fastidiar las noticias.
       
       
                 Mi madre repartía poco a poco, minuciosamente, el sopicaldo 
       del día, midiendo con cuidado cada cucharada para igualar todos los 
       platos, menos el de mi padre, que siempre procuraba llenar con 
       generosidad en un mudo gesto de ternura nunca expresada.
       
                      
       
       Nada más comenzar los primeros compases del Himno Nacional, 
       que señalaban el final de las noticias, lo solté atropelladamente, 
       temiendo arrepentirme, como siempre, si no lo hacía público cuanto antes:
       
       
                    -Me voy a presentar a los Juegos florales.
       
       
                    Del lado de mis hermanas  llegaron unas mortificantes 
       risitas contenidas y agudas, pero estaba preparada para ellas y las 
       ignoré dignamente sin replicar. Sin embargo,
       algo se me encogió en el 
       estómago viendo la cárdena reacción de mi padre:
       
       
                    -¿Queeeé?
       
       
                    Su cuchara permaneció suspendida en el aire durante unos 
       segundos, a mitad de camino entre el plato y la boca. ¡Silencio! Luego la 
       dejó caer sobre el plato provocando  un surtidor de fideos volanderos, y 
       repitió:
       
       
                    -¿Queeeeé?
       
       
                    Realmente, aquel hombre me causaba unpánico
       permanente. Él, 
       que para mí era como un héroe siempre enojado por mis torpezas, tenía el 
       poder de llevarme a los más encontrados sentimientos: entre el amor sin 
       límites y el miedo; entre el resentimiento y el miedo; entre la 
       admiración y el miedo; entre la rebeldía nunca aflorada y el miedo. Sobre 
       todo el miedo. Miedo a que no me amara, a que me despreciara, a que me 
       sometiera, a que me mirara con aquellos ojos semicerrados, de los que 
       salía una luminosidad indescriptible. A que me repitiera, una vez más, 
       entre dientes, y arrastrando las palabras como un silbido de sierpe, su 
       frase favorita:
       
       
                    -¡Eres más infeliz que un cubo!
       
       
                    Sin embargo, aquella vez estaba resuelta a empezar “mi vida 
       pública literaria”.  Así que, desafiando por unos segundos la mirada 
       feroz que me dirigía, repetí en voz baja e insegura:
       
       
                    -Voy a presentarme a los Juegos Florales de la Feria.
       
       
                    -Pero, ¿es que pretendes que todo el pueblo se ría de MÍ? -Y 
       ese “MÍ” llenó el comedor de una presencia única que todo lo ocupaba, 
       lo llenaba y lo
       consumía.
       
       
         
       
                                             
       
        
       
       
                  
       
       Mi madre terció, poco conciliadora, con un “haces bien” 
       dirigido a mí, que tuvo la virtud de exasperar definitivamente a mi 
       padre. Ambos aprovecharon la nueva ocasión que el destino les brindaba 
       para volver a lo suyo: acometerse mutuamente, a gritos, acusándose por 
       enésima vez de todo lo que se venían repitiendo desde el comienzo del 
       mundo, 
       tomándome a mí como arma arrojadiza.
       
       
                    -Tu hija es tonta y no tiene remedio -decía él-.
       
       
                    -Tú estás volviendo loca a tu hija con tus continuos 
       reproches. No hace nada bien. Nadie hace nada bien para ti en esta casa. 
       Eres “Don-Perfecto”.
       
       
                    -Tu hija es el segundo tomo de 
       tontaina entre
       las tontainas -gritaba él.
       
       
                    -Tu hija va a acabar por no moverse de un rincón para que 
       así
       la 
       dejes en paz.
       
       
                    Los dos seguían allí, sentados a la mesa, gesticulando, 
       vomitando todas las frustraciones nacidas de las escaseces reinantes 
       en aquellos años, 
       disfrutando de su discusión, que era su única abundancia, en un rebote 
       regular y sincrónico de acusaciones cruzadas que, por la experiencia que 
       teníamos, duraría aún un rato. Así que mis hermanas y yo nos fuimos 
       levantando con cuidado, dejándolos enzarzados en su interminable tarea de 
       desahogo gratuito. 
       
       
                   Ellas se fueron a la calle y SU hija -de ella y de él- o sea, 
       yo mismamente, me fui a la mesa de camilla y seguí copiando, en el pliego 
       de papel de barba, bajo el que había colocado una plantilla rayada para 
       no torcerme, el poema dedicado a la Patrona de Al-Matmar:
       
       
        ¿Que ha venido a Al-Matmar
       y no has visto su tesoro?
       Pues venga, que si usted quiere
       yo se lo enseñaré todo.
       
       
                    -En la vida he visto algo peor -oí a mi espalda-.
       
       
                    Por un momento me quedé anonadada. ¿Quién se había atrevido 
       a leer por encima de mi hombro? Aquella voz no pertenecía a ninguno de 
       los miembros de la familia. Me volví, y allí estaba, vestida con una 
       especie de camisón descolorido y andrajoso, sentada en la mecedora de mi 
       madre, frente mi silla, desde donde era evidente que no podía leer mi 
       poema.
       
       
                    -¿Y tú qué sabes? -le espeté, pasando por alto la anomalía 
       de su presencia.
       
       
                    -Pues, ya que me lo preguntas -contestó con petulancia-  te 
       diré que bastante. Por algo soy el Hada de las Letras y de los “Letraheridos”.
       
       
                    -¿Un Hada, tú? Échale una miradita a mis “tebeos” de 
       “AZUCENA” y verás cómo las hadas de verdad llevan túnicas brillantes, 
       gorros puntiagudos con seda colgando y varita mágica para conceder 
       deseos. No creo que tú, con esa pinta de bruja, seas un Hada verdadera.
       
       
                    
       -¡Pues te lo he demostrado, rica! 
       
       Habrás comprobado que he leído ya tu poema sin 
       mirar tu cuaderno.
       
       
                    -¡Venga ya! Seguro que has visto por detrás de mí.
       
       
                    -¿Qué te  apuestas a que no?
       
       
                    -¡Lo que me quedaba por ver! ¿Es que las hadas hacen 
       apuestas?
       
       
                    -¡Pues claro! Las hadas, cuando tenemos que demostrar que 
       somos hadas, hasta hacemos apuestas.
       
       
                    -De acuerdo. Te apuesto mi recortable de 
       
       CIRILITA a que no 
       haces algo de lo que hacen las hadas.
       
       
                    -Y, según tú, ¿qué  
       
       es lo que 
       
       hacen las hadas?
       
       
                    -¡Pues algo mágico!
       
       
                    -¡Hace! ¿Qué tal si te recito el resto de ese bodrio de 
       poema que tienes escondido en la parte de atrás de la  libreta de 
       deberes?
       
       
                    -Eso es muy fácil. Seguro que ya lo has leído antes, 
       te lo has aprendido,
       y ahora 
       te las das de hada.
       
       
                    - 
       Me lo estás poniendo difícil. Eres 
       más
       cerril 
       de lo que pensaba y más
       incrédula 
       que que el mismísimo diablo 
       
       ‑dijo con una voz que me recordó dolorosamente las diatribas de 
       mi padre-. Pero se me ocurre algo: en vez de recitar tu asqueroso poema, 
       
       lo voy a escribir sobre mi vestido sin leerlo.
       
       
                    En ese momento, sin poder evitarlo -¡más infeliz que un 
       cubo!-  centré mi atención en su  amplia y fea túnica sobre la que 
       surgían, dibujadas, multitud de letras mayúsculas y minúsculas, de 
       distintos colores, formas y tamaños, sin orden aparente alguno salvo las 
       que en forma de media luna menguante llevaba en el deshilachado escote 
       donde se leía:
       
       
        
       
       
                    Me quedé mirando atónita aquel conjunto de letras, tratando 
       de encontrarles algún significado, y comprobé, entre admirada y 
       horrorizada, que, repentinamente, las letras de la túnica giraban y se 
       perseguían unas a otras, en mitad de aquel desorden sin sentido, como si 
       lucharan entre ellas por encontrar un lugar adecuado, empujándose y 
       mordiéndose, resbalando o sujetándose a los ribetes de sus vecinas, 
       sacudiéndose o esponjándose y arrellanándose hasta quedarse quietas. Y, 
       de pronto, ante mi estupor,  
       
       ¡allí estaba!, bajando desde las abundantes 
       curvas del pecho del hada hasta la oronda caída del vientre, escrita 
       sobre la túnica de la desaliñada mujer que decía ser un hada, la segunda 
       estrofa de mi poema:
       
       
        No, no se trata de plata
       ni tampoco busque el oro
       la Virgen de las Retamas
       es nuestro mejor tesoro.
       
       
                    -¿De...d..e
       verdad eres un hada? -balbuceé, trastornada, con un hilo 
       de voz-.
       
       
                    
       Vi que la mujer se balanceaba suavemente en la mecedora de 
       mi madre. Escuché el sonido adormecedor del balanceo…             
       
       
       
                       Cloc...cloc, Cloc...cloc. 
       
       
                    Y oí que, con voz burlona, me contestaba:
       
       
                    -¿Me crees ahora? –decía, mientras se señalaba, vanidosa, el 
       nombre-. Sí. Soy ABECEDORA, el Hada de las Letras y de los “Letraheridos”; 
       la protectora de los escritores de talento. Por eso he venido a ayudarte. 
       Pero, hija, estarás conmigo en que esa poesía es una 
       verdadera
       mugre, por 
       llamarle de alguna forma. No me extraña que tu padre sienta vergüenza de 
       que se corra por el pueblo que la niña de sus entrañas y de sus 
       entretelas es capaz de escribir semejante majadería. Si aalguien 
       
       le 
       
       fastidia
       estar en boca de los demás es a tu padre; ya lo sabes bien.
       
       
                    Me sentí compungida. Efectivamente, ahora, aquello  me 
       parecía horroroso. Con la de tiempo que había robado al patio de recreo y 
       a los baños en la alberca para escribir, corregir, tachar, romper, 
       recomponer e imaginar palabras que rimaran con “tesoro”; y, lo más 
       difícil: con “virgen”. Y ahora... ¡Estaba desesperada! Tenía razón mi 
       padre: 
       Yo era un desastre, una tontaina, más infeliz que un cubo…, su 
       vergüenza convertida en hija… 
       
       
                   Lo cierto es que me bullían tantas cosas en la cabeza..., 
       pero nunca encontraba las palabras para contarlo. ¿Cómo lo haría él? 
       Decían que escribía de un tirón, sin tachaduras ni correcciones. Decían 
       que sus poemas eran dignos de estar en el libro de literatura del 
       Instituto, donde daba clase a unos alumnos siempre embobados cuando les 
       explicaba la Historia de España. Decían que, si hubiera nacido en la 
       Capital, en lugar de en aquel pueblo, sería, lo menos Gobernador. Decían 
       que escribía como los ángeles...
       
       
                    ¿Cómo lo hace? -me oí preguntar -.
       
       
                    -Tiene TALENTO -contestó ABECEDORA con un énfasis propio de 
       quien es la causa y el origen de todo lo bueno. -Ni siquiera he tenido 
       que molestarme en echarle una manita.
       
       
                    -Y yo ¿podré ser como él alguna vez? Quiero escribir. Es lo 
       que más deseo en la vida: ¡ESCRIBIR! Pero no sé cómo hacerlo. ¡QUIERO SER 
       ESCRITORA!
       
       
                    No hizo ni caso de mi berrinche. Se limitó a seguir hablando 
       como si yo no existiera:
       
       
                    -Ya te he dicho que he venido a verte para ayudarte porque 
       tienes talento. Pero, tendrás que hacer algo mejor que esa horrible 
       poesía. ¿Sabes?, hasta yo misma siento vergüenza de unos versos tan 
       idiotas. Tú puedes hacer algo mejor, hija-. Y se mecía cadenciosamente, 
       llenando la tarde con el sonido rítmico de la mecedora sobre las 
       descascarilladas baldosas ajedrezadas en blanco y negro, mientras coreaba 
       como en una letanía:
       
       
                    -Tienes talento…, cloc, cloc... Tienes talento..., cloc, 
       cloc, ...Tienes talento...
       
       
                    Sentí que me tocaban el pelo suavemente y que, entre el cloc, 
       cloc de la mecedora, surgía la voz de mi madre:
       
       
                    - ¡Venga, despierta! Tienes que seguir trabajando para los 
       Juegos Florales o no terminarás la poesía a tiempo. Me gusta lo que has 
       hecho, pero puedes hacerlo mejor. Tú tienes talento; TIENES TALENTO.
       
       
                    Me desperté sobresaltada, y creo que empecé a decir 
       enfurruñada que lo que había hecho era una porquería porque ABECEDORA 
       decía...
       
       
                    -¿Qué dices de ABECEDORA? -preguntó mi madre con 
       desconcierto.
       
       
                    -Nada. Estaba soñando con el Hada de las Letras y de los 
       escritores fracasados...
       
       
                    -¿El hada de los escritores...? ¡Ay, qué imaginación la tuya, 
       hija…!
       
       
       
       
                  Con el más absoluto bochorno para mi padre -que desapareció 
       del pueblo el día de la lectura de los “juegos florales” con no sé qué 
       disculpa- y con el incondicional orgullo  de mi madre, que me llevó al 
       teatro en que debía leer mi ¡obra!, emparedada en un almidonado vestidito 
       blanco de batistas perforada, con lacitos verdes en la cintura,  gané un 
       accésit -que no figuraba en la convocatoria- de diez duros, por aquella 
       poesía infantil y lamentable, con más ripios de los que puede soportar el 
       peor de los poemas, y que no me he atrevido a destruir, -no sé por qué- a 
       pesar del sonrojo que me causa leerlo de vez en cuando. 
       
       
                    ¡Pobre papá!
       
       
        
       
       
                    
       
       Lo curioso es que,  desde mi infancia hasta ahora,
       he soportado las visitas del 
       Hada ABECEDORA, 
       
       porque 
       
       la muy ladina 
       
       tomó la costumbre de torturarme cada vez que 
       decidía presentarme a un concurso literario, leerle algo a un desconocido 
       o mandar unos poemitas a la radio por si querían leerlos. Ha venido 
       apareciendo siempre con los mismos reproches que me encogen el alma. 
       Siempre con su sonrisa aparentemente bondadosa, pero preñada de 
       conmiseración ante mis escritos. Siempre se recreó humillándome con 
       comentarios mordaces y desairados sobre las palabras que usaba en mis 
       cuentos, o por  la falta de cultura que, según ella, me aquejaba y me 
       impedía escribir sobre cualquier tema con una mediana seriedad; siempre 
       recordándome el bochorno de mi padre en lo de los Juegos Florales 
       de aquel año de los cincuenta, como 
       último recurso contra mis rebeldías a sus cáusticos argumentos. Y, 
       paradójicamente, siempre empujándome a seguir..., a seguir..., a 
       seguir... 
       
       
                    “Porque tienes talento; tienes talento; TIENES TALENTO…”
       
       
                  Si 
       he de decir la verdad, debe saberse que,
       
       
       durante bastante tiempo, dudé
       seriamente de la existencia del Hada ABECEDORA. Creí que era una creación onírica, producto de mis propios 
       miedos e indecisiones, de mi absoluta inseguridad sobre mis dotes 
       literarias. -A fin de cuentas, cada vez que nos entrevistábamos, acababa 
       despertándome como de un mal sueño. 
       
       
                   Luego, llegué a la conclusión de que su perversa técnica 
       consistía en venir cuando estaba dormida, para poder torturarme con su 
       censura, sin temor a que me revolviera contra sus mordaces comentarios y 
       sus inalcanzables consejos 
       soltándole un soplamocos.
       
       
                   Así, 
       entre dudas y certezas,
       ha ido pasando el tiempo sin haber logrado nunca, ni 
       medianamente, escribir al gusto de ABECEDORA. Siempre tiene un 
       defecto que sacar o un reproche que hacer a mis escritos 
       desde la más oscura profundidad de mis sueños.
       
       
                    ASÍ QUE...
       
       
       
       A ESTAS ALTURAS, 
       
       HE DECIDIDO DESHACERME DE MI HADA MADRINA  
       LITERARIA.
       
       
                   
       
       
       
       
                    
       
       Esta mañana he 
       visto en una esquina del periódico una nueva convocatoria para un 
       concurso de relatos cortos. Tengo escritos lo menos TRESCIENTOS sin 
       haberme decidido a presentarme a alguno de esos concursos aunque sea por 
       una sola vez. 
       
       
                   Y todo por culpa de ABECEDORA 
       
       que, 
       en cuanto me quedo dormida sobre los folios,
       ridiculiza 
       
       cada uno de mis  escritos 
       con una saña que
       me paraliza,
       cada vez que 
       
       intento hacer público cualquier trabajito mío.
       
       
                  Reconozco 
       que le he puesto una trampa.
       Esta tarde me decidí a escribir la historia de los encuentros 
       con mi hada censora.  
       
       Y, en cuanto tuve enjaretado
       
       
       
       el escritillo, 
       
       me 
        
       
       
       eché 
       
       sobre  
       
       el cuaderno haciéndome la dormida.
       
                
       ¡
       Y allí estaba 
       ABECEDORA!
       
       
                   ¡Allí estaba el Hada, husmeando en mis papeles!
       
       
                    -Hola, “CuentaCuentos”.
       
       
                    -Hola,  
       
       
       HadaMadrastra.  
       
       ¿Sigues 
       
       espiándome,  eh? Ya has leído 
       mi nuevo relato, ¿verdad?
       
       
                    -Pues claro. ¡Estaría bueno! ¿Acaso no soy tu Hada 
       Cuidadora? ¡El Hada Madrina de los “Letraheridos”, ni más ni menos, 
       bo-ni-ta! 
       
       
                    -¡Largo!
       
       
                    -Y es que me das más trabajo del que soy capaz de aguantar, 
       hija mía 
       -ha dicho ignorando el tajante despido-. 
       
       Alguien tendrá
       que  
       
       ocuparse
       de que no hagas el ridículo con tus pésimas 
       historias. Por cierto,
       que estás contando nuestra historia de una forma 
       bastante delirante, 
       ¿no crees? Y, 
       por lo que veo, no has olvidado el disgusto que le diste a tu padre…
       
       
                    -¡Vete a hacer puñetas!
       
       
                    -¡Hija, qué ordinariez! Pero, si es que siempre serás una 
       desagradecida… ¡Vaya forma de recibirme!
       
       
                    -Si me descuido, pedazo de acémila, te conviertes en  mi 
       Hada Madrina-Madrastra. Pareces mi sombra.
       
       
                    
       -Soy tu Hada Madrina; tu sombra literaria, tu conciencia... Si no fuera 
       por mí, te pasarías la vida 
       haciendo el canelo en 
       público, pedazo de roñita literaria...
       
       
                    -¿Sí...? ¿Y quieres ayudarme de verdad por una vez en tu vida? -he 
       dicho con mi peor mala baba-.
       ¿Puedes, acaso, concederme un deseo; un solo deseo, como haría cualquier
       HadaMadrina en condiciones, que se precie de serlo, y no una 
       duende de pacotilla...?
       
       
                    -¡Vaya! –ha contestado, finalmente molesta- eso del deseo  
       nunca me lo habías preguntado antes. Pues mira, ya que lo dices,  
       
       ¡pues 
       
       sí!, 
       
       puedo concederte un deseo.  
       
       Aunque... -ha dudado-, 
       
       únicamente estoy autorizada 
       a 
       
       concederte uno sólo; pero empeño 
       mi palabra de HadaLetrada que lo cumpliré como si en ello me 
       fuera la vida. Así que, piénsalo bien, porque va a ser el único que te 
       conceda. ¡Venga! ¿Qué deseas? ¡No me hagas perder mi precioso tiempo 
       contigo! ¿Quieres  que te convierta en una Rosalía de Castro..., en un 
       Neruda..., en un Cervantes quizá...?   
       
       ¿Quieres ser Premio Nóbel...? 
       
       ¿Cuál  es tu deseo? -Cloc, cloc..., 
       cloc, cloc...
       
       
                    La mecedora suena quedamente en el fondo de mi sueño 
       urgiéndome con su cadencia a decidirme: 
       
       
                    ¡QUIERO QUE TE VAYAS PARA SIEMPRE!
       
       
       ¡QUIERO DEJAR DE TENER UN 
       HADA MADRINA LITERARIA! ¡QUIERO ESCRIBIR PÉSIMAMENTE, Y QUE TÚ NO ME LO 
       DIGAS! ¡QUIERO PRESENTARME A LOS CONCURSOS LITERARIOS SIN TENER SIEMPRE 
       PRESENTE LOS JUEGOS FLORALES DE AL-MATMAR, Y LA CARA DE DESALIENTO 
       DE MI PADRE! 
       
       
                   ¡QUIERO…!
       
       
                   ¡QUIERO…!
       
       
                   ¡QUE DESAPAREZCAAAAAAAAAAAS!
       
       
                   ¡DESAPARECE, POR FAVOR. DESAPARECE DE MI VIDA!
       
       
        