| 
                                                                   
       
           ¡SOY MASOQUISTA! 
          
       
         
       
         
       
         
       
         
       
         
       (O 
       de cómo Gaviola no daba una a derechas) 
       
         
       
                   La 
       asociación de imágenes y el encadenamiento de ocurrencias  aparentemente 
       desligadas son cualidades de las que una Escritora no puede prescindir a 
       riesgo de tener que encomendarle el trabajo a musas menos productivas. Lo 
       digo porque todo descubrimiento supuestamente maravilloso, toda decisión 
       que he tomado en la vida, ha venido precedida de algún otro suceso, más o 
       menos insustancial y sin gracia, que me ha llevado a ser –dicen por ahí- 
       mi peor amiga. 
       
                   Ejemplo 
       de ello es aquel episodio en que descubrí y decidí sobre mi 
       particularísimo masoquismo y sus consecuencias, hoy por hoy 
       impredecibles. 
       
                   Estaba a 
       lo mío: intentar escribir algo medianamente decente para los juegos 
       florales de uno de los pueblos colindantes. La verdad es que –como 
       siempre fue habitual en mi- no se me venía nada a la cabeza de lo que no 
       tuviera que avergonzarme ante mis musas, así que, por encontrarle a la 
       vida alguna redondez, me puse a rotar  pensamientos y hechuras encima de 
       mi silla giratoria hasta que mis torpezas le embistieron a las endebleces 
       de mi pupitre de trabajo. Con un estrépito impropio del batiburrillo 
       derramado, cayó al suelo uno de sus cajones, donde suelo guardar, junto a 
       un todo indefinido de olvidos y desórdenes entrañables, lo más preciso 
       para el oficio: plumillas de dibujo, clipes de colores (las cosas para mí 
       tienen que ser de colores, pero esa es otra historia), tijeras sin 
       puntas, lapiceros de distinta dureza de mina, tipex, etiquetas, anillas, 
       y mil cosas más que casi nunca uso pero que, cual garduña menesterosa, 
       almaceno, conservo y amontono desde tiempo inmemorial. 
       
                   Una 
       servidora, como saben, desde siempre ha sufrido de bellísimos ojos 
       inservibles -y perdóneseme la falta de modestia, que no es sino la 
       compensación psicológica de lo que sigue-. Primero fue el astigmatismo, 
       el que me hacía ver las fórmulas matemáticas sobre el encerado como un 
       cuadro de evaporados bordes sin sentido, razón por la cual le colgaron a 
       mis bellos ojos unos vidrios opalescentes que redimensionaron su belleza 
       en extensiones bufas, pero que no dieron mejores resultados 
       trigonométricos en mi boletín de calificaciones escolares. Después fue la 
       miopía la que, a fuer de amansarme la mirada hacia ensoñadoras y 
       románticas perezas, me llevó a negarle el saludo a aquellos pocos mozos 
       –poquísimos- que por mí bebían los vientos, hasta que los burlados de 
       saludo se olvidaron de mis ridículas gafotas. (Yo no tuve que olvidar sus 
       caras porque siempre estuvieron extrañamente borrosas en mis retinas). 
       
                   Para 
       cuando lo del cajón de los olvidos, algo más debía de tener ya en los 
       ojos, y alguna abundancia de opacidad en el antrillo donde trabajo, pues, 
       de repente, me pareció ver por el suelo un derrame de  hermosas gotas de 
       cristal semejante a las del rocío otoñal, pero a lo bestia. 
       
                   No me 
       paré a pensarlo dos veces. A falta de bríos para salir al jardín a 
       chapotear helazones otoñales, y sin hacer siquiera amago de recoger 
       cachivaches, preparé mi salto al vacío y eché pie saltarín sobre aquellas 
       redondeces brillantes, imaginando canicas líquidas estrujadas por el arte 
       de mis musas majaderas.  
       
                   ¡Nunca lo 
       hubiera hecho! 
       
                   Ni 
       alientos me quedaron para dar el respingo que mis talones exigían. 
       Aquellas luminosas y periféricas aureolas no eran sino malditas 
       chinchetas cromadas en platilla –ahora entenderán que mi afición a los 
       colorines tiene su aquel- que se me habían clavado en las plantas de los 
       pies con una saña semejante a la emburrada energía que yo había puesto en 
       el salto.  
       
                   Aunque no 
       se lo crean, pasado el primer momento de sapos y culebrinas, se me hizo 
       el cuerpo a aquel dolor pulsátil, como de ida y vuelta, que recorría mis 
       pies, subía piernas arriba tal que escalando musculaturas traseras, me 
       apretaba las nalgas como reteniendo flatulencias impropias, y terminaban 
       por latirme en las sienes después de dejar su rastro quejumbroso en la 
       mismísima punta de mi deslenguada lengua lenguaraz.  
       
                   ¡Soy 
       masoquista! –pensé mientras miraba, arrobada, los faralaes cárdenos que 
       empezaban a formarse en torno a los brillantes lunares clavados en mis 
       pies. 
       
                   ¿Soy 
       masoquista? –Me pregunté alarmada al sentir que mi mente  le cedía el 
       paso a la bobalicona contemplación de la escena frente a la premiosa 
       necesidad de soltar tres o cuatro improperios de esos que nunca digo –por 
       el qué dirán. 
       
                   ¡Soy 
       masoquista! –confirmé, admirada, para mis adentros ante semejante 
       carnicería contemplativa. 
       
                   Fue 
       entonces cuando, por una extraña asociación de desvaríos entre primores 
       imaginados y burbujas engañosas de cardenales sujetos con chinchetas, 
       pintados a sangre y fuego, pensé por primera vez en casarme.  (Que no es 
       lo mismismo que casarme por primera vez. Entre nosotros, la vida no me 
       concedió una segunda oportunidad). 
       
                   Algún 
       día, cuando lo haya comprendido yo misma, les hablaré de las luces y las 
       sombras de aquella decisión mía. Por hoy, baste acudir en verso –no 
       precisamente cervantino- al resumen de este episodio en que mucho me temo 
       que se me ha ido la lengua: 
         
           
             | 
       
       ¡LO 
       CELEBRO! 
       
                   Quiere la 
       lengua empezar su tonta palabrería,
 sin notar que todavía
 se encuentra sin conectar...
 el cerebro.
 
       
          ¿Cómo enhebro el decir con el pensar?
 
       
                    ¡Ay! que la lengua se 
       empeña  en el “dale que te pego”
 
       
       Ya 
       se arrepentirá luegode buscarse tanta greña...
 mentecata).
 
       
                  ¿Cómo se 
       ata una lengua lenguaraz?
 
       
       ¡Cállate ya, lengua 
       gorda,rival de la tontería!
 O, antes que se acabe el día,
 te tiraré por la borda...
 de los labios.
  
       
                    ¡Que son 
       mis labios tan sabiosen poner freno a la loca
 que se ha instalado en mi boca
 cansando con sus resabios…!
 
       
                    ¡Se ha 
       callado! 
       
       ¿Será que se ha 
       conectado ya el cerebro? 
       
                   ¡Lo 
       celebro!     | 
                                            
              |    
       
       Gaviola de Aznaitín
 
       
         |